A fines del año pasado leí en un recorte de diario una breve historia sufí.
La misma proclama la fusión con Dios, bien al estilo de Rumi, el gran poeta persa.
Es curioso el hecho de que la caja en la que tenía guardado el recorte es una que me regaló Sri Sri Ravi Shankar, Guruji, mi querido maestro espiritual, en febrero de 2002.
Todo ocurrió con la fugacidad de un pestañeo, minutos antes de que él dejara el ashram del Arte de Vivir, en Bangalore, rumbo a Europa, los Estados Unidos o quién sabe dónde.
No recuerdo hacia cuál de los múltiples destinos posibles viajaba Guruji ese día. Pero sí, me acuerdo que hasta el mismísimo aire transpiraba tristeza aquella mañana caliente de febrero.
En la tapa de esa caja metálica hay un dibujo de Radha y Krishna, símbolos del amor y la devoción absoluta; símbolo de la entrega incondicional entre dos amantes.
La caja contenía un surtido variopinto de prasad, prasada o prasadam: tradicionales dulces que en la India bendicen los maestros y que después se reparten a la manera de comunión.
No creo que pueda reproducir la alegría que sentí al dar esas delicias entre los devotos que se acercaban a recibirlas. Todavía puedo ver las sonrisas tan blancas como inmensas en aquellos rostros del color de la tierra.
Me pareció oportuno, y no casual, que a esta historia del recorte del diario, que tanto me había gustado e impactado en su momento, se le antojara aparecer, o reaparer, a una semana casi de la llegada de Guruji. Y que saliera, nada menos, que de una caja que él mismo me había dado con sus manos de bondad.
Me acuerdo que en 2002, cuando volví de mi primer viaje a India, pasé meses mirando las figuras de Radha y Krishna: sus vestidos, los colores, los adornos, sus rostros, sus cuerpos, las letras en hindi, en sánscrito y en malayalam en letras a ambos lados del metal…
Observaba con curiosidad todos los símbolos visibles como tratando de descifrar cuál era el mensaje del Maestro, a raíz de un secreto personal que le había confesado a su oído, la noche anterior, en su kutir, con inmensa vergüenza, infinito dolor y a la vez liberación.
“¿Cuál es la enseñanza que me quiere dejar?”, me pregunté durante meses, como tratando de encontrar una respuesta, de revelar un mensaje divino.
Me divirtió trazar una analogía con la historia de aquel cacique azteca que trata de descifrar, en un maravilloso cuento de Borges, la escritura del dios supuestamente desplegada en las manchas del jaguar de la celda contigua.
Al cabo de un tiempo, de repente, casi sin pensar y en otra celda, comprendí, o quise comprender, que la enseñanza de Guruji era tan simple como contundente: “Da y serás feliz; la felicidad que estás buscando reside en el acto mismo de dar y de brindarte. Así, todas tus preocupaciones, dudas, tormentas, miedos y deseos desaparecerán de a poco, se esfumarán de tu mente gradualmente, hasta quedar reducidos a una nada”.
Unos cuantos años después, aquella mañana en la India me ha quedado guardada como símbolo de una dicha infinita, y como uno de los momentos más profundos que viví.Ahora me río al pensar que, en un primer instante, mi intención había sido la de guardarme todos los dulces para mí, y comerlos a escondidas en algún rincón deshabitado.
Del mismo modo, tenía pensado archivar estas breves líneas en una suerte de diario personal que apunto de tanto en tanto; no obstante, opté por sacarlas a la luz y compartirlas. Espero no hayan resultado demasiado empalagosas.
Para cerrar, vuelvo al recorte del diario que había guardado en la caja de los dulces con Radha y Krishna. Como decía al comienzo, se trata de un relato, sufí. Dice así:
“El amante (el discípulo) llama a la puerta del Amado (el Maestro). ¿Quién eres?, le pregunta el Amado. Soy yo, responde el amante. Y la puerta no se abre. El Amado repite la pregunta y el amante continúa contestando, una y otra vez, soy yo. La puerta no se abrirá hasta que el amante no responda: Soy Tú”.
La misma proclama la fusión con Dios, bien al estilo de Rumi, el gran poeta persa.
Es curioso el hecho de que la caja en la que tenía guardado el recorte es una que me regaló Sri Sri Ravi Shankar, Guruji, mi querido maestro espiritual, en febrero de 2002.
Todo ocurrió con la fugacidad de un pestañeo, minutos antes de que él dejara el ashram del Arte de Vivir, en Bangalore, rumbo a Europa, los Estados Unidos o quién sabe dónde.
No recuerdo hacia cuál de los múltiples destinos posibles viajaba Guruji ese día. Pero sí, me acuerdo que hasta el mismísimo aire transpiraba tristeza aquella mañana caliente de febrero.
En la tapa de esa caja metálica hay un dibujo de Radha y Krishna, símbolos del amor y la devoción absoluta; símbolo de la entrega incondicional entre dos amantes.
La caja contenía un surtido variopinto de prasad, prasada o prasadam: tradicionales dulces que en la India bendicen los maestros y que después se reparten a la manera de comunión.
No creo que pueda reproducir la alegría que sentí al dar esas delicias entre los devotos que se acercaban a recibirlas. Todavía puedo ver las sonrisas tan blancas como inmensas en aquellos rostros del color de la tierra.
Me pareció oportuno, y no casual, que a esta historia del recorte del diario, que tanto me había gustado e impactado en su momento, se le antojara aparecer, o reaparer, a una semana casi de la llegada de Guruji. Y que saliera, nada menos, que de una caja que él mismo me había dado con sus manos de bondad.
Me acuerdo que en 2002, cuando volví de mi primer viaje a India, pasé meses mirando las figuras de Radha y Krishna: sus vestidos, los colores, los adornos, sus rostros, sus cuerpos, las letras en hindi, en sánscrito y en malayalam en letras a ambos lados del metal…
Observaba con curiosidad todos los símbolos visibles como tratando de descifrar cuál era el mensaje del Maestro, a raíz de un secreto personal que le había confesado a su oído, la noche anterior, en su kutir, con inmensa vergüenza, infinito dolor y a la vez liberación.
“¿Cuál es la enseñanza que me quiere dejar?”, me pregunté durante meses, como tratando de encontrar una respuesta, de revelar un mensaje divino.
Me divirtió trazar una analogía con la historia de aquel cacique azteca que trata de descifrar, en un maravilloso cuento de Borges, la escritura del dios supuestamente desplegada en las manchas del jaguar de la celda contigua.
Al cabo de un tiempo, de repente, casi sin pensar y en otra celda, comprendí, o quise comprender, que la enseñanza de Guruji era tan simple como contundente: “Da y serás feliz; la felicidad que estás buscando reside en el acto mismo de dar y de brindarte. Así, todas tus preocupaciones, dudas, tormentas, miedos y deseos desaparecerán de a poco, se esfumarán de tu mente gradualmente, hasta quedar reducidos a una nada”.
Unos cuantos años después, aquella mañana en la India me ha quedado guardada como símbolo de una dicha infinita, y como uno de los momentos más profundos que viví.Ahora me río al pensar que, en un primer instante, mi intención había sido la de guardarme todos los dulces para mí, y comerlos a escondidas en algún rincón deshabitado.
Del mismo modo, tenía pensado archivar estas breves líneas en una suerte de diario personal que apunto de tanto en tanto; no obstante, opté por sacarlas a la luz y compartirlas. Espero no hayan resultado demasiado empalagosas.
Para cerrar, vuelvo al recorte del diario que había guardado en la caja de los dulces con Radha y Krishna. Como decía al comienzo, se trata de un relato, sufí. Dice así:
“El amante (el discípulo) llama a la puerta del Amado (el Maestro). ¿Quién eres?, le pregunta el Amado. Soy yo, responde el amante. Y la puerta no se abre. El Amado repite la pregunta y el amante continúa contestando, una y otra vez, soy yo. La puerta no se abrirá hasta que el amante no responda: Soy Tú”.